Artículo #236
México Mágico: La cuna del vino de América
La historia del vino en América suele contarse como si hubiera comenzado en los valles andinos o en las extensiones soleadas de California. Durante décadas, estos dos polos —el Cono Sur y la Costa Oeste estadounidense— han ocupado el centro del relato, relegando a un segundo plano otros territorios que, sin embargo, desempeñaron un papel decisivo en los orígenes de la vitivinicultura continental. Entre ellos, México emerge como un protagonista silencioso: una tierra donde la vid llegó antes que a cualquier otro lugar del hemisferio, donde la agricultura colonial desarrolló sistemas productivos sorprendentes y donde la tradición vitivinícola ha resurgido con fuerza en el siglo XXI.
Texto destacado
México emerge como un protagonista silencioso: una tierra donde la vid llegó antes que a cualquier otro lugar del hemisferio, donde la agricultura colonial desarrolló sistemas productivos sorprendentes y donde la tradición vitivinícola ha resurgido con fuerza en el siglo XXI.
La evidencia, dispersa durante largo tiempo, comienza hoy a articularse con claridad. Investigaciones recientes — basadas en documentos coloniales, análisis arqueológicos, estudios académicos y síntesis de alta confiabilidad— coinciden en situar en la Nueva España el primer cultivo sistemático de Vitis Vinifera (vid europea) en el continente americano. Hacia 1524, cuando el proceso de colonización daba apenas sus primeros pasos y la evangelización empezaba a tomar forma, Hernán Cortés habría ordenado plantar viñedos en diversos territorios bajo control español. No se trataba de un gesto agrícola menor: en un mundo donde el vino era indispensable para la liturgia católica, asegurar su suministro equivalía, en gran medida, a asegurar la continuidad del orden colonial.
Aunque las fuentes primarias del siglo XVI son escasas y fragmentarias, existen confirmaciones indirectas igualmente reveladoras. En 1595, la Corona española decretó prohibiciones destinadas a frenar la expansión de los viñedos en las Indias. La razón era clara: los vinos producidos en la Nueva España comenzaban a competir con los importados desde la Península. Menos de un siglo después de las primeras órdenes de Cortés, la vitivinicultura mexicana había alcanzado un grado de sofisticación suficiente como para inquietar a los productores andaluces. Una prohibición imperial, más que un castigo, suele señalar la fuerza de aquello que pretende contener.
Primeras plantaciones de Vitis vinifera en la Nueva España (1520–1600)
Pocas regiones ilustran esta vitalidad con mayor claridad que Parras de la Fuente, en la actual Coahuila. Allí, en medio de un oasis rodeado de desierto, surgió a fines del siglo XVI un sistema vitivinícola cuya continuidad resulta sorprendente. El historiador Sergio Antonio Corona Páez documentó un entramado de viñedos, lagares de piedra, bodegas, producción de vino y aguardiente, estructuras fiscales basadas en el diezmo y rutas comerciales que conectaban Parras con Saltillo, Zacatecas, Monterrey e incluso la Ciudad de México. En el corazón de este sistema se erigía la Hacienda de San Lorenzo, fechada tradicionalmente en 1597 y considerada —con las debidas reservas historiográficas— la bodega en operación continua más antigua del continente.
Lo notable de Parras no es solo su antigüedad, sino el rigor con que su desarrollo agrícola, económico y social quedó registrado. Mientras en otras regiones la vitivinicultura colonial subsistió de manera marginal o episódica, en Parras se mantuvo una infraestructura productiva estable durante siglos. Allí, el modelo de hacienda —descrito por François Chevalier como "una de las estructuras económicas más complejas de la Nueva España"— encontró en la vid un cultivo de alto valor y notable resiliencia en un entorno árido. El acceso al agua, la mano de obra especializada, la infraestructura y equipamiento, y un microclima privilegiado convirtieron este valle en un laboratorio agrícola que continúa activo hasta el presente.
Mientras el norte consolidaba complejos vitivinícolas robustos, la península de Baja California ofrecía un paisaje diferente pero igualmente decisivo en la genealogía del vino americano. Desde 1697, las misiones jesuitas —y más tarde franciscanas— establecieron una red de centros agrícolas autosuficientes donde la vid desempeñó un papel esencial. La uva Misión (Listán Prieto) se adaptó al rigor del clima desértico gracias a sistemas de riego basados en norias, terrazas de piedra y canales de gravedad cuidadosamente construidos.
La historiadora Rondi Frankel, una de las voces más autorizadas en la arqueología de las Californias misionales, ha demostrado que estos establecimientos funcionaban como nodos agroproductivos. El vino formaba parte de un sistema más amplio que incluía olivares, huertos, ganadería y arquitectura hidráulica adaptada al terreno árido. La proyección territorial de esta tradición es quizá su rasgo más decisivo: desde Baja California, el cultivo de la vid avanzó hacia la Alta California después de 1769, cuando fray Junípero Serra fundó la primera misión en San Diego. La viticultura californiana contemporánea —tan celebrada hoy— tiene sus raíces en técnicas, variedades y saberes transmitidos desde la Nueva España.
Hacia una nueva genealogía del vino en América
Esta historia no termina con el periodo colonial. En pleno siglo XXI, México vive un renacimiento vitivinícola que recupera su memoria agrícola y despliega nuevas expresiones enológicas. Junto con la consolidación de regiones como el Valle de Guadalupe, Querétaro y Parras, destaca el ascenso de Guanajuato, donde las rutas del vino han sido formalizadas y analizadas como expresiones contemporáneas de un patrimonio vivo.
Las investigaciones de Contreras y Thomé-Ortiz muestran que estas rutas no son simples itinerarios turísticos, sino dispositivos culturales que integran paisaje, gastronomía e identidad en una narrativa renovada. A su vez, la obra de Fernández Barberena aporta una mirada profunda sobre el patrimonio vitivinícola mexicano como categoría cultural y territorial, una síntesis que articula memoria histórica y dinamismo económico.
Frente a este panorama, la genealogía del vino americano exige una revisión profunda. La narrativa tradicional, que situaba a México como un actor periférico o tardío, ya no resulta sostenible. Los orígenes, la continuidad y la proyección de la vitivinicultura en el continente se comprenden mejor al reconocer que la primera vid americana creció en suelo mexicano, que la primera estructura vitivinícola compleja surgió en Parras y que la viticultura californiana hunde sus raíces en la tradición agrícola de la Nueva España.
México no es un pie de página en la historia del vino. Es el prólogo. Es la matriz. Es la raíz que dio forma a una tradición que luego florecería en otras latitudes. Más de quinientos años después de aquellas primeras plantaciones, el país comienza a recuperar el lugar que le corresponde en el mapa mundial del vino. Lo hace a través de sus bodegas contemporáneas, de sus rutas del vino, de sus archivos y de su memoria cultural. En cada nueva cepa plantada, en cada paisaje vitivinícola restaurado, resuena una historia más antigua: la historia de la primera vid que brotó en América.
(*) Reseña del autor
Gonzalo Rojas es historiador y Doctor en Estudios Internacionales, editor y consultor especializado en patrimonio vitivinícola y agroalimentario. Director ejecutivo de Vinifera Editorial y Vinifera Consultores, ha desarrollado proyectos de investigación, divulgación y puesta en valor del vino y la cultura alimentaria en diversas regiones, vinculando historia, identidad territorial y desarrollo sostenible.
Ha trabajado en la construcción de relatos de marca y en estrategias de comunicación para viñas emergentes y consolidadas, así como en la formulación de proyectos de investigación patrimonial financiados por organismos públicos y privados. Su línea de trabajo integra historia, cultura y promoción, con énfasis en el rescate de tradiciones, la valorización de territorios vitivinícolas y la proyección internacional de la cultura del vino. Autor de diversos artículos, libros y ensayos sobre patrimonio cultural, vitivinicultura y alimentación, combina la labor investigativa y academica, con la gestión editorial y la asesoría profesional.