Artículo #231

Vinos del Desierto: el despertar del Norte Grande de Chile
Hablar de vino en el Norte Grande de Chile —desde Arica hasta San Pedro de Atacama— es entrar en un territorio límite, donde la vitivinicultura desafía el clima más árido del planeta y, aun así, logra resultados con identidad propia. En estas latitudes, la vitis sobreviene como acto cultural antes que como industria: viñedos patrimoniales en quebradas andinas de Arica (Codpa); plantaciones experimentales y hoy consolidadas en la Pampa del Tamarugal (Tarapacá); y parcelas de altura en oasis precordilleranos de Toconao/San Pedro (Antofagasta). El paisaje común: suelos pobres, alta radiación, escasas precipitaciones, amplitudes térmicas marcadas y comunidades que han convertido la adversidad en narrativa de origen.
Texto destacado
La memoria histórica del norte vitivinícola se ancla temprano. En los valles de Arica, las noticias sobre introducción de vides se remontan a mediados del siglo XVI, hilando rutas entre el sur peruano y los corredores andinos que conectan con las quebradas septentrionales de Chile.

La memoria histórica del norte vitivinícola se ancla temprano. En los valles de Arica, las noticias sobre introducción de vides se remontan a mediados del siglo XVI, hilando rutas entre el sur peruano y los corredores andinos que conectan con las quebradas septentrionales de Chile. De esos flujos coloniales derivan los vinos Pintatani de Codpa, elaborados tradicionalmente con País/Negra Criolla (Listán Prieto) y presentes en versiones dulce, seca y semiseca, como parte de un sistema cultural campesino que ha persistido —a escala pequeña pero significativa— hasta nuestros días.

En Tarapacá, el giro contemporáneo viene desde la Universidad Arturo Prat (UNAP) con el proyecto “Vino del Desierto”, que rescató viñedos adaptados a la Pampa del Tamarugal en sectores como Pica, Matilla y Quisma. Su hito mayor fue el registro oficial de la cepa “Tamarugal” en 2016, la primera variedad vinífera descubierta y protegida en Chile, que hoy se vinifica en versiones seca y abocada; el programa integra además ensayos con Gros Colman y País, este último, con un notable exponente del pueblo de La Tirana. La iniciativa evolucionó en una oferta de enoturismo estable, con visitas guiadas y degustaciones en Pozo Almonte, confirmando que no es solo investigación, sino también experiencia y desarrollo para el territorio local, de la mano de la universidad pública.
En Antofagasta, la historia se cuenta desde los oasis de altura. Ayllu – Viñateros de Altura Lickanantay, con base en Toconao (c. 2.400+ m s. n. m.), articula una cooperativa indígena que vinifica rosados frescos, naranjos de maceración prolongada y ensamblajes tintos (Syrah, Malbec, Cabernet Sauvignon, entre otros), todos con impronta mineral y salina. Ayllu no es una “bodega” clásica sino una marca colectiva con sala de ventas en Toconao y distribución creciente; su propuesta vincula identidad lickanantay, turismo y manejo agrícola en condiciones extremas, consolidando un polo andino que dialoga con tendencias globales de origen, autenticidad y comunidad.
Así, el Norte Grande configura un tríptico de sentido:
1. Codpa (Arica y Parinacota) preserva la memoria colonial campesina con País/Negra Criolla;
2. Pampa del Tamarugal (Tarapacá) aporta ciencia aplicada y patrimonio genético con la cepa Tamarugal;
3. Toconao/San Pedro (Antofagasta) encarna vinos de altura y gobernanza comunitaria en clave andina.
En un mercado global que premia la diferenciación, los vinos del desierto chileno no ofrecen volumen ni tradición de masas, pero sí algo mucho más poderoso: la promesa de un origen irrepetible. Y como todo gran relato del vino, su historia comienza en un valle escondido de Arica, donde los viñedos de Codpa aún guardan la memoria del tiempo colonial.
Un territorio singular en la vitivinicultura mundial
El Norte Grande de Chile no busca competir en volumen ni en tradición con los valles clásicos del centro del país. Su fuerza reside en lo excepcional, en aquello que lo hace irrepetible frente a cualquier otro origen vitivinícola. Cada uno de sus enclaves aporta una dimensión distinta a este mosaico desértico.
Codpa, en Arica y Parinacota, conserva la memoria colonial y el carácter de un vino campesino andino, elaborado con País/Negra Criolla en versiones dulces, secas y semisecas que se beben como ritual de identidad. Tarapacá, en la Pampa del Tamarugal, ofrece un ejemplo de investigación científica aplicada y el hallazgo de la cepa Tamarugal, única en el mundo, símbolo de biodiversidad y adaptación en condiciones extremas. Atacama altoandino, en los oasis de Toconao y San Pedro, entrega vinos de altura con sello mineral y fuerte impronta indígena, una síntesis entre cosmovisión lickanantay y enología contemporánea.
En un contexto global en el que el consumidor exige vinos con relato, autenticidad y origen, el Norte Grande emerge como una carta inesperada pero poderosa. No se trata de reproducir modelos masivos, sino de mostrar que la viticultura puede prosperar en territorios extremos y, al hacerlo, revelar historias de resiliencia, memoria y creatividad comunitaria.
Estos vinos no solo cuentan la historia de un lugar: narran también la de comunidades que han sabido resistir al desierto, transformando la adversidad en un patrimonio vivo que hoy, por fin, comienza a ocupar el sitio que merece en la vitivinicultura mundial. Los vinos del Norte Grande son mucho más que una curiosidad geográfica: constituyen un nuevo horizonte para el vino chileno, donde tradición, innovación y patrimonio se entrelazan en un relato único. En ellos conviven la memoria campesina de Codpa, la experimentación científica de la Pampa del Tamarugal y la fuerza comunitaria de los viñedos lickanantay en San Pedro de Atacama.
Cada copa se convierte en un testimonio de resiliencia y diversidad cultural, un reflejo de comunidades que han sabido dialogar con la aridez extrema y transformar la escasez en virtud. Y cada etiqueta —sea Pintatani, Vino del Desierto o Ayllu— nos recuerda que el vino no es solo bebida, sino también memoria, paisaje e identidad.
Los Vinos del Desierto en la actualidad
Arica y Parinacota: la memoria de Codpa
El valle de Codpa, situado a 114 kilómetros al sureste de Arica, constituye uno de los enclaves vitivinícolas más antiguos y singulares de Chile. A diferencia de los grandes valles del centro, Codpa ha sobrevivido en silencio, resguardando una tradición vinícola que hunde sus raíces en la época colonial. Según registros históricos, las primeras vides fueron introducidas en la región hacia mediados del siglo XVI, en el marco de las rutas que conectaban el sur del Perú con los corredores andinos de Tarapacá y Atacama. Estas plantas prosperaron en terrazas agrícolas sostenidas por andenes prehispánicos, regados con aguas de acequia y cuidados por comunidades locales que incorporaron el cultivo de la vid a su propio paisaje cultural.
Los vinos de Codpa, conocidos como “Pintatani” (nombre que tomaron de la antigua hacienda homónima donde solían elaborarse), se han elaborado principalmente a partir de la cepa País, también llamada Negra Criolla o Listán Prieto. Durante siglos, esta uva fue la base de vinos dulces, secos y semisecos, consumidos en fiestas patronales, ritos religiosos y celebraciones comunitarias. El vino Pintatani no solo fue una bebida: fue, y sigue siendo, un marcador identitario para los habitantes de Codpa, una expresión de resistencia cultural y una memoria líquida que conecta generaciones.
La práctica campesina en Codpa se distingue por su austeridad y por el uso de técnicas tradicionales que han desafiado las condiciones extremas de aridez y aislamiento. Los viñedos se mantienen en pequeña escala, muchas veces como parte de chacras mixtas con frutales y cultivos de subsistencia. Las vinificaciones se realizan de manera artesanal, con mínima tecnología, lo que refuerza el carácter rústico y patrimonial de estos vinos.
En las últimas décadas, el vino de Codpa ha comenzado a despertar el interés de investigadores, enólogos y gestores culturales. Se han realizado estudios para documentar su historia, sus cepas y sus prácticas de vinificación. También se ha impulsado un proceso de revalorización enoturística, a través de la fiesta de la Vendimia de Codpa, que convoca a visitantes de toda la región y pone en valor la diversidad de estilos que se producen en el valle.
Más allá del folclor, el Pintatani encierra un potencial patrimonial y económico relevante. Su anclaje en la tradición campesina, su rareza geográfica y su vínculo con la identidad de Arica y Parinacota lo convierten en un vino de culto, capaz de insertarse en narrativas globales que buscan autenticidad y origen. Codpa representa, en este sentido, el primer eslabón del Norte Grande vitivinícola: un territorio donde la memoria del pasado aún se bebe en cada copa.
Tarapacá: el experimento del desierto
Más al sur, en el corazón de la Pampa del Tamarugal, se ha escrito uno de los capítulos más singulares de la vitivinicultura chilena. A inicios de los años 2000, la Universidad Arturo Prat, con apoyo de investigadores y comunidades locales, impulsó un proyecto pionero: rescatar viñedos antiguos y demostrar que era posible producir vino en pleno desierto. Así nació el Vino del Desierto, una iniciativa que combinó investigación científica, experimentación agrícola y puesta en valor patrimonial.
El hallazgo más notable de este esfuerzo fue la identificación y registro oficial de la cepa Tamarugal, reconocida en 2016 por el Servicio Agrícola y Ganadero como la primera variedad vinífera descubierta y registrada en Chile. Su singularidad no es menor: se trata de una uva adaptada a condiciones de extrema aridez, alta radiación solar y suelos salinos, un verdadero laboratorio natural de resiliencia. Junto a Tamarugal se cultivan también Gros Colman y País, cepas que completan el portafolio experimental de la zona.
Con estas variedades se elaboran hoy vinos secos y abocados, blancos y tintos, caracterizados por una acidez marcada, frescura inusual para un entorno desértico y notas minerales que remiten directamente al paisaje de la Pampa. El Tamarugal, en particular, ha alcanzado reconocimientos internacionales —como medallas en concursos y altas puntuaciones en guías especializadas—, lo que valida no solo su calidad, sino también su capacidad de generar identidad.
Más allá de la copa, el Vino del Desierto se ha consolidado como un relato de ciencia y cultura. Su enoturismo, articulado en torno a la Ruta del Vino del Desierto en Pozo Almonte, permite a los visitantes recorrer viñedos, conocer el proceso de vinificación y degustar vinos en el corazón del desierto más árido del mundo. Allí, donde antaño prosperaron viñas olvidadas, hoy emerge un polo de innovación que conecta a Tarapacá con el mapa de los vinos singulares del planeta.
El caso del Vino del Desierto plantea una reflexión más amplia: en un contexto de cambio climático y estrés hídrico global, ¿pueden los viñedos de Tarapacá ofrecer claves para la viticultura del futuro? La experiencia indica que sí: la adaptación de las cepas, la gestión eficiente del agua y la experimentación científica en condiciones extremas convierten a este proyecto en un modelo no solo para Chile, sino para el mundo.
Antofagasta: vinos de altura en tierras lickanantay
En el corazón del desierto más árido del mundo, al interior de San Pedro de Atacama, las comunidades indígenas lickanantay iniciaron hace poco más de dos décadas una experiencia que parecía improbable: plantar viñedos en altura, entre los 2.400 y 3.000 metros sobre el nivel del mar. Allí donde predominan suelos volcánicos, salares y un clima de extrema oscilación térmica, germinó un proyecto comunitario que conjugó tradición agrícola, cosmovisión andina y viticultura moderna.
El resultado fue Ayllu, una marca colectiva que reúne a productores locales bajo un mismo relato. En lengua kunza, ayllu designa a la comunidad como núcleo de vida social y productiva, y esa noción se proyecta directamente en el vino. Cada botella expresa no solo el carácter de la tierra, sino también la organización colectiva que la hace posible.
El portafolio de Ayllu es tan diverso como el territorio que lo origina. Incluye rosados frescos, de notable acidez y frescura; vinos naranjos elaborados en tinajas con largas maceraciones en pieles, que recuperan técnicas ancestrales; y ensamblajes tintos a partir de cepas como Syrah, Malbec y Cabernet Sauvignon, a menudo marcados por una intensa mineralidad y un delicado trazo salino, reflejo de la cercanía con los salares y de la alta radiación solar que concentra aromas y colores. Su línea premium, Haalar Etiqueta Negra, sintetiza esta búsqueda: vinos de guarda con mayor complejidad, que encarnan la promesa de un territorio capaz de transformar la adversidad en virtud.
Pero Ayllu no se limita a producir vino. Su propuesta más profunda es la de un modelo de desarrollo comunitario, donde la comercialización se vincula con programas de enoturismo y visitas guiadas en Toconao. Allí, los viajeros no solo degustan vinos, sino que se adentran en la vida cotidiana de los productores, recorren los viñedos de altura y conocen prácticas agrícolas heredadas de la tradición lickanantay.
Así, la experiencia se convierte en un puente entre la cultura indígena y la viticultura contemporánea. Ayllu demuestra que el vino puede ser, al mismo tiempo, un producto de excelencia y un instrumento de identidad, cohesión social y valorización territorial. En un mundo donde cada vez más consumidores buscan vinos auténticos y con relato, los de San Pedro de Atacama se proyectan como un ejemplo paradigmático: vinos de altura, de comunidad y de desierto, cuya singularidad los hace irrepetibles en cualquier otro rincón del planeta.
En tiempos en que el mundo busca autenticidad y origen, los vinos del Norte Grande ofrecen precisamente eso: un relato que no puede replicarse en ninguna otra parte del planeta. Son vinos que beben del desierto, de la historia y de la perseverancia.