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Artículo #220

El vino como experiencia sensorial, cognitiva y cultural

Por Claudia Gacitua JUNIO DEL 2025

Las transformaciones culturales contemporáneas en torno al consumo de alcohol, impulsadas por discursos de salud pública y movimientos sociales emergentes, plantean nuevos desafíos para la industria vitivinícola global. Frente a este contexto, el presente ensayo propone un cambio de paradigma en la forma de comprender y comunicar el vino: desde una visión regulatoria centrada en el consumo responsable hacia una comprensión holística del vino como experiencia consciente. Apoyada en aportes interdisciplinarios de la neurociencia, la antropología sensorial y el diseño de experiencias, se presenta un modelo que posiciona al vino no solo como producto, sino como acontecimiento significativo, portador de memoria, emoción e identidad. El consumo consciente se perfila así como una estrategia comunicacional, pedagógica y cultural, capaz de conectar y dialogar con las nuevas sensibilidades sociales orientadas al bienestar, la sostenibilidad y la búsqueda de lo autentico. Transformando al vino en una experiencia compleja para analizar.

Texto destacado

Se propone una reconceptualización de la experiencia del vino desde un enfoque multidimensional, que integra las dimensiones sensorial, emocional y cognitiva, junto a componentes culturales, simbólicos y contextuales.


En las últimas décadas, el consumo de bebidas alcohólicas ha sido objeto de crecientes cuestionamientos, posicionándose al centro del debate, tanto desde la medicina preventiva como desde los nuevos estilos de vida promovidos por las generaciones más jóvenes. Movimientos como Sober Curious y campañas globales como Dry January han estimulado una relectura crítica de los vínculos entre placer, salud y hábitos sociales. En este nuevo marco cultural, el vino, tradicionalmente asociado a la gastronomía, la celebración y la identidad territorial, se enfrenta a la necesidad de redefinir su significado y su lugar en las prácticas cotidianas.

Hasta hoy, el modelo hegemónico de consumo responsable, basado en la regulación del comportamiento y la prevención del riesgo, ha resultado insuficiente para responder a estos cambios. Este enfoque, aunque necesario desde el punto de vista sanitario, se apoya en una lógica de restricción y en una ética normativa, sin atender a las motivaciones subjetivas, afectivas y culturales que configuran el acto de beber.

Frente a ello, propongo el concepto de consumo consciente del vino: una práctica atenta, reflexiva y situada, que reconoce el carácter multisensorial, simbólico y social de la experiencia, que lejos de constituir una estrategia de contención, se proyecta como una propuesta de reconexión con el placer, la memoria y el sentido, desde un horizonte ético, estético y cultural, que necesita de una mirada interdisciplinaria para ser comprendido.

En el presente contexto sociocultural, la relación vino placer, se ve atravesado por tensiones éticas, sanitarias y simbólicas. La creciente visibilidad de los efectos nocivos del consumo excesivo de alcohol, junto con los discursos contemporáneos sobre bienestar, salud mental y sostenibilidad, ha contribuido a generar un entorno crítico respecto de los hábitos heredados. El consumo ya no es entendido únicamente como una elección individual, sino como una práctica social cargada de significados, impactos y responsabilidades.

La industria del vino, históricamente arraigada en tradiciones culturales y territoriales, se enfrenta hoy a un proceso de resignificación que excede el mero ajuste de estrategias de marketing o la inclusión de advertencias sanitarias. La pregunta central ya no es solo cuánto se bebe, sino cómo, por qué, con qué conciencia y en qué contextos se bebe. Ocurre aquí un desplazamiento epistemológico del consumo, desde la cantidad a la experiencia, lo que constituye la oportunidad para repensar en profundidad la relación entre el sujeto contemporáneo y el vino.

En este escenario, el enfoque tradicional del consumo responsable, basado en la normatividad y la prevención, muestra sus limitaciones. Fundado en campañas institucionales y recomendaciones médicas, este modelo insiste en lo que “no se debe hacer”, apelando a la razón y al autocontrol como principios rectores. Si bien su valor preventivo es innegable, dicho paradigma omite los elementos afectivos, identitarios y contextuales que intervienen en las decisiones de consumo.

Frente a ello, el concepto de consumo consciente introduce una mirada más profunda y compleja. Se trata de un enfoque que desplaza el eje del deber hacia el sentido, y que apela no tanto a la obediencia de normas, sino a la reflexividad subjetiva. Inspirado en tradiciones filosóficas orientales y en los desarrollos contemporáneos de la psicología de la atención plena (mindfulness), este modelo promueve una actitud de presencia, curiosidad y discernimiento ante la experiencia de beber.

En otras palabras, no se trata únicamente de moderar el consumo, sino de transformar la experiencia de consumo en una práctica significativa, ética y culturalmente situada. El consumo consciente implica preguntarse no sólo por el impacto del acto, sino también por su origen, su historia, su valor simbólico y su resonancia personal. Desde esta perspectiva, el acto de beber vino se aleja de su connotación trivial o puramente hedonista para convertirse en una práctica de autoconocimiento, autoexpresión y vinculación con el mundo. La copa se convierte en una mediación sensorial que activa memorias, emociones, evoca territorios y suscita encuentros.

El cuerpo ocupa aquí un lugar central, no sólo como receptor pasivo de estímulos, sino como agente perceptivo, sensible y reflexivo. La memoria del gusto, el registro olfativo, la textura en boca, la temperatura del líquido, la forma de la copa, el entorno en el que se bebe: todo ello compone una red de significados que el sujeto puede habitar conscientemente. El cuerpo no sólo bebe: recuerda, imagina, siente y resignifica.

A su vez, el consumo consciente contempla la dimensión ecológica y ética del producto. La trazabilidad de la uva, las condiciones de producción, el uso del suelo, el empleo de agroquímicos, el trabajo humano, el transporte, el packaging, y otros elementos que conforman lo que podríamos llamar la biografía ampliada del vino, a la que el consumidor accede cuando decide beber con atención. La copa contiene, en suma, un paisaje, una historia y una comunidad.

Asimismo, el vino cumple un papel fundamental como marcador cultural y social. No se bebe vino en el vacío: se brinda, se comparte, se celebra, se recuerda. El vino acompaña rituales, establece jerarquías, genera pertenencias y también exclusiones. Desde esta óptica, el consumo consciente es también una forma de reflexionar sobre las relaciones sociales que se activan en torno al acto de beber, y sobre los códigos que organizan el placer, el estatus y la identidad. En este entramado complejo, el consumo consciente se revela como una práctica que excede la mera elección racional. Es una forma de habitar el mundo con atención, sensibilidad y responsabilidad, reconociendo que cada acto de consumo es también una forma de narrarse a sí mismo y de tomar posición en el mundo.

Beber vino conscientemente es más que simplemente disfrutar con moderación: es prestar atención al instante, al cuerpo, al entorno y a los otros. Es beber como quien escucha una historia, como quien dialoga con una memoria, como quien traza un puente entre lo cotidiano y lo sagrado. Es recuperar el valor simbólico de lo pequeño, lo sensorial y lo compartido. Por ello, más que una estrategia de marketing o una herramienta institucional, el consumo consciente del vino puede entenderse como una práctica cultural emergente, que responde a una necesidad profunda del sujeto contemporáneo: la de reconectar con experiencias significativas en un mundo hiperacelerado, desmaterializado y fragmentado.

El vino como experiencia sensorial, emocional y cognitiva

La degustación del vino ha sido tradicionalmente comprendida como un ejercicio técnico, basado en la evaluación organoléptica de sus características sensoriales. Sin embargo, esta aproximación resulta insuficiente para captar la complejidad de la vivencia que emerge al beber. La neurociencia afectiva, junto con la psicología cognitiva y la antropología de los sentidos, ha permitido avanzar hacia una comprensión integral y profunda de la experiencia sensorial, revelando su carácter eminentemente subjetivo donde la emoción juega un papel fundamental.

Para Antonio Damasio (2022), las emociones no son simples reacciones frente a estímulos externos, sino procesos interdependientes que involucran al cuerpo y al cerebro en una constante retroalimentación. Lo que percibimos a través de los sentidos se entrelaza con nuestra memoria, nuestras emociones pasadas y nuestras disposiciones presentes. Así, al degustar un vino, no solo se activan los receptores del gusto, del olfato y del tacto (a través de la temperatura, textura y peso en boca), sino que se despliega una red neurocognitiva que interpreta, compara, asocia y resignifica.

El sabor, por tanto, no reside únicamente en el vino como objeto externo, sino en la forma en que el cerebro procesa y da sentido a ese estímulo en función de la historia individual, el contexto inmediato y las expectativas simbólicas. Como lo afirma Gordon Shepherd (2017), “el sabor del vino no está en el vino, sino en el cerebro del que lo bebe”, expresión que condensa de forma elocuente esta dimensión constructiva de la percepción. Cada ser humano posee un mundo sensorial propio, resultado de la interacción entre predisposiciones biológicas, historia personal y marco cultural. Investigaciones recientes en neurobiología sensorial (Nuñez & Bacigalupo, 2022) han evidenciado que la percepción olfativa -clave en la apreciación del vino- varía significativamente entre individuos, incluso a nivel genético. Algunas personas poseen receptores olfativos más sensibles a ciertos compuestos, mientras que otras pueden experimentar los mismos aromas de forma completamente distinta, transformando una nota aromática en algo agradable o, por el contrario, aversivo.

Estas variaciones individuales se amplifican por la influencia de la memoria sensorial: cada aroma, cada textura, cada temperatura, puede remitirnos, consciente o inconscientemente, a un recuerdo afectivo, a una escena del pasado, a un lugar familiar o a una emoción particular. En este sentido, el vino actúa como disparador mnémico, evocando lo que Freud (1900) denominó “huella mnémica”: impresiones profundamente grabadas en la memoria emocional, susceptibles de activarse ante estímulos sensoriales similares.

Beber vino, entonces, es también recordar, incluso sin saberlo. Es participar de un ritual que entrelaza presente y pasado, cuerpo y cultura, materia y sentido. Desde el punto de vista de la cognición, la experiencia del vino implica un ejercicio de interpretación y simbolización, en el que los estímulos sensoriales son organizados y traducidos por el lenguaje, la expectativa estética, la información previa y el marco emocional. En otras palabras, la percepción no se conforma únicamente con los sentidos, sino también con el conocimiento, la imaginación y el deseo, resultando en una interpretación que hacemos sobre lo experimentado.

A ello se suma el fenómeno de la intersensorialidad (Rodaway, 1994), es decir, la interacción dinámica entre los distintos sentidos, que no operan de manera aislada sino en diálogo constante. La vista influye en el gusto; el sonido del entorno modifica la percepción de la textura; la temperatura ambiental afecta la intensidad del aroma. Esta complejidad pone en cuestión las metodologías de cata tradicionales, que intentan aislar variables para lograr evaluaciones “objetivas”, cuando en realidad la experiencia está profundamente marcada por un ámbito contextual.

El vino, en este sentido, se revela como un objeto inestable, fluido, cuya valoración depende del sujeto que lo experimenta y del contexto que lo rodea. Su apreciación no puede ser reducida a descriptores técnicos o métricas estandarizadas, sino que requiere una comprensión holística que integre la dimensión emocional, sensorial, biográfica y cultural de cada persona.

Hacia una fenomenología del gusto

La comprensión del vino como una experiencia sensorial, emocional y cognitiva no solo enriquece su apreciación estética, sino que abre un campo fecundo para nuevas formas de comunicación, educación y diseño de experiencias, orientadas al consumo consciente y a la valorización cultural del vino. Esta mirada no niega la importancia del conocimiento técnico ni de los saberes expertos, pero los integra dentro de una experiencia más amplia y plural, en la que el consumidor es reconocido como sujeto sensible, agente activo y co-creador de significado.

Desde la antropología de los sentidos (Howes, 2003; Le Breton, 2007), se ha propuesto una relectura de la percepción como construcción cultural. No existen sentidos “puros” ni jerarquías universales entre ellos. Lo que se percibe, cómo se percibe y qué se valora sensorialmente depende de marcos históricos, sociales y simbólicos. En el caso del vino, esta perspectiva implica reconocer su carácter de objeto cultural total: es al mismo tiempo bebida, relato, símbolo, territorio, afecto, estética y ritual. La forma en que se bebe vino, se nombra, se valora y se comunica está profundamente influida por normas sociales, tradiciones locales y marcos simbólicos compartidos.

La experiencia del vino, entonces, no puede desligarse del contexto. Como ha demostrado Spence (2021), factores como la luz, el sonido, la temperatura, la compañía o la forma de la copa alteran significativamente la percepción sensorial del vino. Estos elementos configuran un entorno que modula, intensifica o transforma la experiencia. Por otra parte, el diseño de experiencias, desde los aportes de Norman (2005) y Desmet & Hekkert (2007), propone una nueva mirada sobre el vínculo entre las personas y los productos. Más allá de la funcionalidad o la estética, lo que se busca es generar interacciones significativas que despierten afecto, pertenencia y sentido.

En el ámbito del vino, esto implica concebir cada fase del encuentro con el producto como parte de una narrativa experiencial: la etiqueta, el corcho, el peso y la textura del vidrio, la historia de la viña, el espacio de consumo, todo ello puede ser diseñado para evocar emociones, activar recuerdos y generar conexión. Desde esta lógica, el consumo consciente se convierte en una experiencia estética total, en la que el vino deja de ser un mero objeto de consumo para convertirse en un medio de expresión cultural y emocional, en una práctica sensible que puede ser diseñada para transformar la relación entre las personas y su entorno.

En este escenario el concepto de consumo consciente del vino no propone una moralización del acto de beber, ni una oposición dogmática al placer. Por el contrario, reivindica el placer desde una mirada informada, atenta y situada, que valora el conocimiento, la memoria, la cultura y la emoción. En tiempos de transformación cultural, el vino tiene la posibilidad de resignificarse como una experiencia que combina territorio, cuerpo, historia y afecto. Comprenderlo y comunicarlo desde esta perspectiva no solo enriquecerá su apreciación, sino que permitirá establecer nuevas formas de relación más sostenibles, profundas y humanas. El consumo consciente del vino es, en definitiva, una invitación a habitar el mundo con sensibilidad, a beber con memoria, y a transformar lo cotidiano en una vivencia significativa.


(*) Sobre la autora:

Claudia Gacitúa Meneses

Magíster en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Santiago de Chile. Periodista, Sommelier profesional y Técnico en Gastronomía. Directora Diplomado en Comunicación de Vinos y del Diplomado en Estudios Gastronómicos, ambos de la Universidad Nacional Andrés Bello. Ex directora de Comunicaciones de la Asociación de Sommeliers de Chile. Cofundadora de la Asociación de Mujeres del Vino de Chile. Experta en la red Hay Mujeres. Dedicada a la comunicación de vinos y gastronomía a través de diversos formatos, lenguajes y experiencias, en los últimos años se ha enfocado en investigar la importancia de la formación de comunicadores enogastronómicos en el más amplio sentido de la palabra, desde la docencia, como en MesaCultura y The Winederful, sus proyectos personales.




Referencias:

• Damasio, A. (2022). Sentir y saber. Camino de la consciencia. Editorial Planeta Chilena.
• Desmet, P., & Hekkert, P. (2007). Framework of product experience. International Journal of Design, 1(1), 57–66.
• Howes, D. (2003). Sensual Relations: Engaging the Senses in Culture and Social Theory. University of Michigan Press.
• Jacob, R. H. (2014). Percepción y emoción en el diseño de productos. Universitat Politècnica de València.
• Le Breton, D. (2007). El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos. Ediciones Nueva Visión.
• Norman, D. A. (2005). El diseño emocional. Ediciones Paidós.
• Nuñez, A., & Bacigalupo, J. (2022). Olfato y gusto. Biología, sabores y sinsabores. Editorial Universitaria.
• Shepherd, G. (2017). Neuroenology: How the Brain Creates the Taste of Wine. Columbia University Press.
• Spence, C. (2021). Sensehacking. Penguin.